lunes, 25 de febrero de 2008

Tres recuerdos imborrables (II)

El mapa.

La tortuga gigante de plástico que guardaba la señorita Marisol debió haber sido muy buena. Durante aquel curso de 1988, todos los niños de la clase de segundo de preescolar (David, Sandra, Fugi, Trini, Juan Diego, Juanjo…) aguardamos impacientes, día a día, el momento en el que se nos concediera el privilegio máximo al comportamiento para poder abrir aquella enorme caja de cartón que la custodiaba.

Sin embargo, el curso acabó y ese día no llegó en todo el año. Desesperados, llegamos a pensar que no existía tal tortuga, que todo era una invención para hacer que no desperdiciáramos la plastilina o para que no mancháramos las mesas al colorear con las ceras…

Después del verano, ya éramos suficientemente mayores como para dejar de trabajar con palas y rastrillos la arena del patio, perdimos el interés por la tortuga. Hasta que, unos meses comenzado el nuevo curso, vimos como, los preescolares con peor reputación del colegio, la destrozaban unos días después de estrenarla. Viendo aquello, justo en aquel momento, me di cuenta de que durante el curso había aprendido otra lección. Portarse bien no ha de suponer recompensa alguna, pero portarse mal no te enseña nada. Y comprendí algo nuevo, algo que me había sucedido durante el invierno anterior:

En las ya escasas ocasiones en que noto mis pies empapados debajo de mis zapatillas me acuerdo de aquel día, recuerdo mis katiuskas azules bebiendo de los charcos que me encontraba de camino a casa cuando volvía del colegio.

Estaba acostumbrado a dormirme mirando en los ojos de mi peluche preferido (que todavía guarda mi cama) el calor de la luz que venía del salón de mi vieja casa, eso me daba tranquilidad. Pero ahora, la nueva era fría, en mi habitación no estaba cómodo. Allí no estaban mis amigos, todavía. Pero volvía por las tardes para sentarnos en aquel descomunal poyo de cemento desde el que se veía toda la calle. Allí, cada día estábamos en una piel diferente, en un mundo perfecto de esos que todavía quedan en mi imaginación, a los que añado todos los buenos momentos que me aferran a mi utopía.

En preescolar todavía no era capaz de expresar por escrito mis más profundos deseos. De modo que, una tarde en la que no encontré a nadie para decirle que volvía al poyo, me vi en la obligación irracional de dibujar un mapa. Incluí todo tipo de detalles, lugares de paso y un trazado simulando mis pasos. Lo dejé encima de la mesa, en un lugar visible; de esta forma, inocentemente pensé que podía volver tranquilo, una tarde más, al lugar que había acunado mis primeros pasos.

Cuando volví a casa me esperaba el gesto agridulce de mis padres y mi propia confusión. En ese momento no supe asimilar la importancia que ellos le habían dado al mapa, pero supe que la tenía.

Desde entonces no he cambiado ni las palabras ni el significado de esta revelación altruista y difícil de aplicar. Y aunque pueda parecer pueril, es, para mí, una de las bases del respeto en todos los niveles. He de decir, antes de acabar, que los recuerdos que guardo de aquella clase de párvulos, calan más profundo en mi alma que cualquier otra broca patriótica que nos taladran sin pudor.

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