viernes, 29 de febrero de 2008

Tres recuerdos imborrables (III)

Significados.

Tenía un póster, chapas y algún cromo de la selección española, propaganda de una marca de algún producto que vendía mi abuela en la tienda. Sin ninguna duda, con muchísimo valor para mí. Porque, de alguna forma sentía complicidad cuando mi padre y mi tío se pasaban las horas hablando de aquellos trozos de papel y metal que yo cuidaba como tesoros. Los identificaban con alguien al que le llamaban el Buitre, o admiraban “la mano de dios” o enfurecían con el gol de Michel cuando los miraban. Yo no tenía ni idea de lo que hablaban, pero sabía que tanto el poster, como las chapas o los cromos representaban, significaban, algo que de alguna forma les hacía vibrar en aquel momento.

Y otra vez, al cerrar los ojos y recordar, veo las sombras en el mismo lugar, entonces no hay duda, era por la mañana, enfrente del escaparate que me ha visto crecer. Dos adolescentes que se cruzan, con la sonrisa aumentando en sus caras a medida que se acercan. Saben que tienen la misma sensación, están viéndose en un espejo vivo y real de la vida que les han prometido. Dos niñas todavía, que llevan cogidos de la mano a dos pequeños, tú y yo. Nosotros, espectadores, nos acercábamos agarrados de la mano a través de las suyas… ignorábamos lo que pensaban, desconocíamos ese lenguaje, apenas conocíamos el nuestro.

De aquello, de lo que pasó realmente, sólo me quedan palabras sueltas y no recuerdo tu cara, pero sé que eras tú.

–Mira que niña más guapa. –Dijo mi tía.

Fijé mi inquieta mirada en ti, con mis débiles piernas frené el mundo y concentré el resto de mi vida en ese instante.

–Preciosa, exacta, perfecta. –Pensé.

Y como si hubiera soltado el resorte que la fijaba contra su voluntad, la Tierra volvió a girar, a una velocidad desconcertante, a tal velocidad que me devuelve al presente cada vez que llego a estas tres palabras cuando intento recordar aquel día. Palabras que tampoco comprendía en aquel momento, pero que también quedaron en mí para siempre.

Yo tenía tres años por aquel entonces, estoy convencido de que hablo de mis primeros recuerdos, de mis primeras tomas de conciencia conmigo mismo. Quizá no estaba preparado para dar sentido a algunas cosas que me sucedían. Quizá haya emociones y sentimientos que no podemos entender hasta que maduran dentro de nosotros, pero que son reales y sinceros aunque no sepamos su verdadero significado.

Quizá estos recuerdos se mantuvieron latentes en mi memoria porque necesitaban tiempo para madurar.

jueves, 28 de febrero de 2008

La paciencia y otras falsas creencias

En los tiempos de prisas se escapan bonitos viajes y se dejan coger ilusiones más cercanas que cualquier destino imposible.

Y es así:

Cuando veo el tiempo que me rodea, y que nada avanza, me acuerdo de eso que se dice cuando algo no va bien, cualquier cosa. Por ejemplo:
"Paciencia, David, que todo rueda sobre ruedas, todo lleva la dirección que tú mismo hiciste ver".

Pero no es eso, hombre. ¿Es que nadie me va a entender?

En los tiempos de trajín, de camas sólo para leer, de libros de historias que soñamos, de los cuadros que descarrilan su rail... los suelos son tan duros que me hundo en los duelos de la gente que más amo. Dedicando ratos eternos entre trazos y abrazos, caballetes manchados de querimientos y cariñitos, el campo de pinos de mi visión se reduce otra vez al ángulo agudo del: "Paciencia, David, que todo va por su carril. Todo lleva la dirección que elegiste y cada vez andas mejor. Ya no cojeas, nadie te deja atrás".

Pero bueno... ¿Tú de qué vas?

Debéis saber, hombres de Dioses cegados por tronos de nubes, que la mía cubre el país de Nunca Mais, y es así cómo debe ser. ¿Qué más me da si te gusta ser tan "requeteguay" y esto que te cuento es lo que para mí hay? Es justo un "Grey in a Green Day" harto de chubascos que no mojan sin orgasmos y de motes insulsos que no hieren sin hacer reír. Es justo el sitio ese donde me olvidé eso que se llama sesera que no voy desde que descubrí lo perdido que estoy. Que honor decirle a mi orgullo que así se vive mejor. Dejadme darme cuenta de lo que soy si soy así de torpe, de entre todos: el peor. La cena está puesta, aún así espera que ya voy; tengo que meterme con alguien... me siento un poco solo hoy.

David, por favor, paciencia. Déjate de perpendiculares y paralelismo. No está en tu mano el amor, sólo el que en el baño eres capaz de darte a ti mismo.

Nunca me vi perdiendo esta partida de billar. Madre, nunca la bola negra fue tan grande y tan redonda. Padre, nunca tuve tantas ganas de meterla en la tronera acertada...en la más honda! Copito de Nieve recién nevado, nunca la bola negra fue tan negra a tu lado. David, escúchame: paciencia. No hay tiempos perdidos, solo momentos no vividos...no hay genios en quinqueles dorados sin harinas en botes de cola-cao usados. Dime ¿cuándo vas a dejar de esperar para salir a buscarlos? ¿Por dónde empiezo la excursión? ¿Qué tal si empiezas por renunciar al mando de la distancia y te la crees? No sé.... es una opción, ¿no? una humilde opinión.

Que lástima correr cuesta arriba con paracaídas abiertos que no salvan caídas y sí estímulos de aires que golpean por segunda vez la misma mejilla. Dime, David, ¿cuál es la razón por la qué tanto por una tía te pillas? ¿Cuándo fue la última vez que dejaste respirar? ¿Cuándo fue la última vez que respiraste tú? ¿Fue tu vida de estudiante en tu Sevilla? ¿Fueron las fiestas en tu palacete de Xanadú?

A ver...

Mi Sevilla se volvía silla que perdía por levantarme antes de que saliera el Sol. Antes de que la Luna me invitara a dormir con ella en cualquier rincón . Hizo mucho daño, dulce daño de algodón con caña de azúcar en mi boca el astro del pudor hecho bendición. Y allí, a mi que poco de astróloga lujuria entiendo, me dejó, ¿cómo? Sí hijo, sí: Riendo, riendo, riendo...

Bienvenidos, bienhallados, hermanitos de aquella asequible baratura e inalcanzable caridad. Soy uno mismo el que piensa olvidar inolvidables pensamientos y pretende sin querer cambiar uvas por nudos de sarmientos. Invertir comer Aceitunas manzanilla por beber vinito malaguita moscatel. Soy ese mismo que ahora te dice "tal" y mañana, "para cual". Y pasado te busca por La Giralda y te pierde de incienso por la Catedral. Soy una definición Larousse de dudosa verdad. Un roto, un descosido, un girón. Soy una certidumbre de incierto rigor.

Qué lástima predicar con un ejemplo que nunca se concluyó, que nunca se sabrá valorar. Laurear de laureles al ganador y clavar clavos de claveles en la tumba del perdedor. Qué lástima, David, tener que tener paciencia...Que pena tener que tener tiempo para respirar...

Qué lástima tener que hacerse en esta vida cada día un poco más mayor...

...y que nadie lo sienta como lo siento yo.

martes, 26 de febrero de 2008

Ciertos cuentos de tiza

En las puertas de mi hogar me abate un leño prendido
algo que sé que es lo que quiero es justo lo que arde.
A las puertas de las puertas que me cierran el sentido
me apoyo y llamo a estas horas esperando que no sea tarde.

Enfangado en mis terrenos pasados
se caen mis pesos por mis brazos
y colgados y sueltos entre cenizas
se combustiona el fuego desde mi esófago
con esas ganas de ser explicado
en las pizarras de cuentos efímeros de tiza:

Al legado de mi ley
me hago perverso rey
(en tu castillo).
Al vedado de tu vado
me hago indefenso venado
(por tu gatillo).

Con esas ganas de ser enredado
en las pizarras de ciertos cuentos de tiza:

Si te busco para encontrarte;
Si incito a cabrearte,
¿por qué te vas?
Si me deprimo y escribo;
Si me angustio y me animo,
¿por qué aquí estás?

Con esas ganas de perderme
en las pizarras de ciertos cuentos de tiza:

¡Sé que vuelo a galope entre estratos!
Sé que lo hago mal, con vértigo, con prisa...
Sin pies ni cabeza, con alas sólo a ratos
¡Que el mundo entero por mí se muere
y yo de él de la risa!

Con esas ganas de salir
a las pizarras de ciertos cuentos de tiza:

Si nada de lo que hago
se gana de frente mi halago
¿por qué sigo buscando el mar en mi ventana?
Si nada de lo que veo
se parece a lo que en mí leo
¿por qué te sigo buscando cada mañana?

Será que elegí vistas a la montaña...
Será que en mi cama nunca me acompañas...

En las puertas de mi hogar que escupen estas ascuas
se me tiznan los pantalones.
y se me derraman por galones
los ríos de transeúntes gotas de agua.

Y echo de menos cada llamita que puedes dar
por no saber que todo lo que quiero
es tener más que un nunca acabar
del eterno cuento de mí "sin ti me muero".
Que nada más es querer poderte dar
la pura ansiedad de hacerte creer
que este cuento que me invento
es verdaderamente lo más cierto
y ciertamente la más sincera verdad.

La historia que arde en mi corazón abierto
y el soplo que aviva el calorcito de este hogar.

Enfangado en mis terrenos pasados
caen mis pesos por mis brazos
y colgados y sueltos entre cenizas
combustiono fuego desde mi esófago
quemando papeles que hago trizas
antes de meterme en la peor paliza
y echar de menos cada llamita que puedes dar
por no saber que todo lo que quiero
es tener más que un nunca acabar
del eterno cuento de mí "sin ti me muero".

Que nada más es querer poderte dar
de mí mi más sedienta sed
que se ansía por hacerte creer
que este cuento que me invento
es verdaderamente del todo cierto
y ciertamente la más sincera verdad.

La historia que arde en mi corazón abierto
y el soplo que aviva el calorcito de este hogar.

La historia que arde en mi corazón abierto
y el soplo que entra y aviva el calorcito de este hogar.

lunes, 25 de febrero de 2008

Tres recuerdos imborrables (II)

El mapa.

La tortuga gigante de plástico que guardaba la señorita Marisol debió haber sido muy buena. Durante aquel curso de 1988, todos los niños de la clase de segundo de preescolar (David, Sandra, Fugi, Trini, Juan Diego, Juanjo…) aguardamos impacientes, día a día, el momento en el que se nos concediera el privilegio máximo al comportamiento para poder abrir aquella enorme caja de cartón que la custodiaba.

Sin embargo, el curso acabó y ese día no llegó en todo el año. Desesperados, llegamos a pensar que no existía tal tortuga, que todo era una invención para hacer que no desperdiciáramos la plastilina o para que no mancháramos las mesas al colorear con las ceras…

Después del verano, ya éramos suficientemente mayores como para dejar de trabajar con palas y rastrillos la arena del patio, perdimos el interés por la tortuga. Hasta que, unos meses comenzado el nuevo curso, vimos como, los preescolares con peor reputación del colegio, la destrozaban unos días después de estrenarla. Viendo aquello, justo en aquel momento, me di cuenta de que durante el curso había aprendido otra lección. Portarse bien no ha de suponer recompensa alguna, pero portarse mal no te enseña nada. Y comprendí algo nuevo, algo que me había sucedido durante el invierno anterior:

En las ya escasas ocasiones en que noto mis pies empapados debajo de mis zapatillas me acuerdo de aquel día, recuerdo mis katiuskas azules bebiendo de los charcos que me encontraba de camino a casa cuando volvía del colegio.

Estaba acostumbrado a dormirme mirando en los ojos de mi peluche preferido (que todavía guarda mi cama) el calor de la luz que venía del salón de mi vieja casa, eso me daba tranquilidad. Pero ahora, la nueva era fría, en mi habitación no estaba cómodo. Allí no estaban mis amigos, todavía. Pero volvía por las tardes para sentarnos en aquel descomunal poyo de cemento desde el que se veía toda la calle. Allí, cada día estábamos en una piel diferente, en un mundo perfecto de esos que todavía quedan en mi imaginación, a los que añado todos los buenos momentos que me aferran a mi utopía.

En preescolar todavía no era capaz de expresar por escrito mis más profundos deseos. De modo que, una tarde en la que no encontré a nadie para decirle que volvía al poyo, me vi en la obligación irracional de dibujar un mapa. Incluí todo tipo de detalles, lugares de paso y un trazado simulando mis pasos. Lo dejé encima de la mesa, en un lugar visible; de esta forma, inocentemente pensé que podía volver tranquilo, una tarde más, al lugar que había acunado mis primeros pasos.

Cuando volví a casa me esperaba el gesto agridulce de mis padres y mi propia confusión. En ese momento no supe asimilar la importancia que ellos le habían dado al mapa, pero supe que la tenía.

Desde entonces no he cambiado ni las palabras ni el significado de esta revelación altruista y difícil de aplicar. Y aunque pueda parecer pueril, es, para mí, una de las bases del respeto en todos los niveles. He de decir, antes de acabar, que los recuerdos que guardo de aquella clase de párvulos, calan más profundo en mi alma que cualquier otra broca patriótica que nos taladran sin pudor.

jueves, 21 de febrero de 2008

Un camino

Hay un camino que recorre montones de recovecos a lo largo de su largura. En ese camino se suelen mostrar las sombras de los árboles coníferos y los mantos de sus hojarascas de punzantes agujas. Para andarlo hay quien lo hace con pies descalzos y quien lo hace con suelas tan gruesas que la distancia del dolor queda más allá de la caña de cuero que rodea la pantorrilla.

En los momentos de más bochorno, ni siquiera las sombras de esas agujas aún sin caer pueden proteger del calor.

Yo me siento ahora en ese camino. Me siento a descansar porque siento que con tanto zig-zag acabaré perdiendo el sentido sin que ningún tronco me sirva de apoyo. Pero más que nada, me siento porque quiero contarles la historia de un tipo que conocí hace veinticinco años, justo el día en que nací. Tengo algunos recuerdos catalogados, otros registrados y otros aunque bellos, por lástima, olvidados.

Aún así:

Escuchando la música celestial de ese tipo que no creía en cielos ni infiernos más que en los chistes que profanaban religiones, me vi largo tiempo absorto y absurdo. Entiéndanme, su poesía tan antigua pero tan correcta y sus cuentas de números por cualquier cosa, por cada cartón que en sus manos anduviera, les serviría para saber que su mundo estaba lleno de "batallitas" y "quebrados" cómo él llamaba a nuestras divisiones de EGB. Escuchando su silencio logré oírle no sé qué de su Virgen del Rosario policromada de olivos, centinelas y quintos. Del vino que tiene Asunción y de un trozo de queso del que los ricos comen sin piel, del que los medianos, raspado y del que los pobres lo hacen sin pelar... del buen enseñar, del buen amar, del buen soñar, de las cuestas altas para árabes o romanos que tanto cuestan andar...

Y es que su Virgen del Rosario bendita y bendecida por el calor de su pueblo que él, como el que más, también amaba, hacía que dejara evadir ese colorcito de cara cada vez que le preguntabas: ¿Alcuéscar? ¿Y ese nombre? Él sacaba sentido y sensibilidad para cualquier cosa que tuviera que ver con el gusto por su mundo de casitas agazapadas en laderas de sierras de tres montañas. Él era el que más sabía de todo lo que tú necesitaras aprender de él.

De una visión desde el guardabarros de un tractor o desde sus brazos -aún no lo sé- saqué mi vértigo y mi miedo por no poder nunca expresarme desde importantes alturas que se lo merecían. Y sabe que estoy en deuda. Hace veinticinco años que nos conocemos y no sabe que le quiero por quitarse la gorra cuando yo se lo pedía y por no olvidar cada dibujo que me vio hacer en el zaguán de su casa o en el umbral de su calle. Porque su dura disciplina de hombre galante le obligaba a ser cortés con el último de la fila y con el primero de la clase. No sabe que le quiero porque personas como él son de los que no se van nunca y esos son los tipos que tienen mi aprecio y algún que otro cuadrito. No sabe que le quiero por la gracia que me hacía su miedo a las culebras y a la oscuridad. Tengo las ganas que tiene él, tengo los medios y los motivos. Tengo un saco de palabras cosido con las suyas y tengo el tiempo que necesito para saciar mis deudas. Tengo pinceles para varear aceitunas y colorear su vida con mis colores de sus poesías. Tengo en mi mente grabada cada riña incoherente pero válida. Y tengo cada escalón que subió en esa casa corregido con la llanura de mi futuro. Tengo el aliento que me permite coger la fuerza que necesita mi tractor para arar más allá de los olivos que aró él.

Tengo un código de circulación arañando mil recuerdos y complicidades que llegué a negar cuando las quería para sus publicaciones locales. Tengo tanto que devolver que su escasa sonrisa me sirve como perdón. Y le quiero pero él no lo sabe, por creer tanto en mí. Y le quiero pero él no lo sabe, por ser mi abuelo del pueblo. Y le quiero pero él no lo sabe, por querer mi arte con él, cerca de él. Le quiero. Le quiero pero él no lo sabe, porque no se lo dije nunca.

Cada acierto en disputas le hacía grande. Cada heroicidad le hacía soberbio. Cada logro le hacía héroe. Como de todo eso tuvo mucho, para mi, ese tipo que se sienta hoy conmigo en este recoveco del camino es grande, soberbio y héroe. Y si le digo que se quite la gorra, se la quitará. ¿Puedo pedir más? Supongo que sí. No tenía que haberse ido, tenía que haberle dicho que le quería. Pero tendría que hacer algo por ahí...ya vendrá.

viernes, 15 de febrero de 2008

Tres recuerdos imborrables (I)

El Popeye

Aún conservo la melancolía por aquellas tardes, todavía cierro los ojos e inspiro pretendiendo que las diminutas partículas del aire me devuelvan a aquel junio. Intensísimos días en los que, del siguiente, no esperabas más que un radiante sol y la misma pelota que te acompañaba fiel bajo el brazo. Los primeros años.

En aquella época, nuestros padres estaban instalados en la nostalgia, cada suspiro les recordaba que ya no eran niños. El primer parche en nuestra ropa agitaba su memoria, transportándoles a su vez a cualquier tiempo pasado. La improvisación les hizo, por fin, adultos.

Aquella tarde hice los deberes, mi madre me había prometido un premio: me dejaba subir a la plaza a comprar un helado.

Bajé las escaleras con la luz apagada, respirando cualquier reflejo de luz naranja del atardecer, como aún sigo haciendo cada día. Y allí estaba ella, como casi siempre (o por lo menos como le recuerdo), sentada en una silla en la calle, resolviendo algún crucigrama. Sin decir ni una palabra extendí mi mano.

-Yo quiero un Popeye, tú cómprate un sorbete de naranja o de limón- dijo.

Indignado, pues mi premio no podía ser más pequeño que el suyo, le dije que yo también quería un Popeye. Pues, ¡mis sumas y restas eran más importantes que sus crucigramas!

-¡Es que es para mayores, los niños no lo pueden comprar!- me interrumpió.

Durante unos segundos me asaltó la duda, pero era obvio, había bebidas para mayores, comidas para mayores e incluso chicles para mayores… ¿por qué no también helados?

Sin vacilar más, asentí y me fui contento al kiosco…

De entre todas aquellas tardes, mi cabeza se quedó con esta. Quizá se trate del día en que por primera vez, conscientemente, otorgaba plena confianza a mi madre.

En nuestras vidas, hay poca gente que consigue ese privilegio. Debe tratarse de algún mecanismo genético que se activa cuando alguien supera todas las pruebas de afecto que cada uno impone.

Somos capaces de arriesgar nuestras propias creencias para, simplemente, mostrar nuestra devoción. En mi opinión se trata de uno de los vínculos más nobles que se establecen entre dos personas. Independientemente de la razón, tomamos por nuestras las decisiones del otro llevándolas a cabo con una seguridad impropia. Esto es lo que significa este recuerdo.

Tengo que reconocer que nunca probé ese helado…

martes, 12 de febrero de 2008

Tapones de geles

Verán, hace unos muy pocos minutos llené mi bañera, casi a rebosar, con agua tibia. Antes de meterme pensé que se vertería gran cantidad, pero ya desde dentro si es verdad que se puede apreciar que faltan aún unos dedos para que sobresalga de esa forma el liquido y encharque catastróficamente el suelo de mi cuarto de baño.

Puedo decir que se está cómodo extendido por todo lo largo del sanitario. Cómodo y perdido en el techo goteante de vapor licuado. A mi espalda geles de baño y champús de varios olores y protecciones... protecciones, que cosas... He decidido hoy sesgar mis muñecas empezando por la izquierda y todo se ha puesto perdido de sangre. Pero rápidamente me he recogido sobre mí mismo para no seguir manchando el piso del baño.

El agua parece que empieza a tener el color ese que sale al mezclar vino con gaseosa y unos hilos escarlata se entrecruzan como serpientes alrededor de mi cuerpo como si quisieran atarme. Pero se disuelven cuando juego con ellos. Es divertido; parece realmente un juego: antes de que toquen mi piel, esos hilos, tienen que verse confundidos con el agua cada vez más opaca. Incluso podría jugar con los tapones de los botes como si navegaran ahora en ríos de lava templada.

Es una escena cuanto menos pintoresca, los azulejos son de color azul cobalto cómo su etimología indica y el agua es, a estas alturas, inténsamente roja. Las cortinas tienen unos dibujos verdosos tan insulsos... En este momento siento como me adormezco y lo que hago es reclinar mi cabeza un poco más. Aún necesito estar más cómodo. Esta vez para suspirar hacía el cielo y creer que lo hice, no quiero mirar la herida y es que ya se empieza a sentir algo parecido a escozor; debe ser a causa del poco jabón que se vertió al coger los tapones. Puedo meter la mano en el agua de nuevo para limpiar el antebrazo y así ver mejor el estropicio que le he hecho a mi cuerpo. Pero es inútil. La sangre brota desde dentro con fuerza, animada por el calor del baño, impulsada por un cuerpo aún más caliente.

Acaricio alrededor. Me unto el brazo del propio carmín que vierto sin cesar. Ensayo dibujos en la zona donde se resecó la sangre y los borro al ahogarlos en el agua. En ese agua ya no se aprecian ríos. El caldo acaba de aliñarse con pimentón y pronto se aliñará con un pedazo de carne.

Ahora alargo la mano que aún me responde y vuelvo a coger la hoja para mirarla, para rozarla por mis piernas, como si quisiera rasurarlas. La vuelvo a mirar, corto el agua y se la doy a mi mano izquierda. Vuelvo a sentirla otra vez y en mi mano derecha, en mi muñeca derecha. Vuelvo a mirar al techo pero con angustia esta vez. Busco las gotas de antes y la nuca apoyada en algún sitio ¡tan duro! Las manos caídas, el agua cada vez menos tibia, el techo cada vez más negro, cada vez más lejos, las gotas ya no se ven, el agua...levanto las manos, no puedo. El cuerpo sin embargo flota. Los tapones flotan. Los ojos no funcionan, el agua se enfría... y los azulejos se emborronan. Me noto sólo conmigo mismo y siento algo de miedo... Esto se acaba, me hundo, todo se hunde. El rostro seco rompe su firmeza para aglutinarse de agua y sangre, los ojos, desde hace tiempo inútiles, se pierden en las profundidades, los pies suben a la superficie. Los tapones se tambalean como barquitos de plástico en la fuerte marejada del mar que rodea el plano mundo cuando llega a su fin. Y el miedo poco a poco va desapareciendo, sin resbalar, por la muda alfombra de goma.

Debo asegurar que cuando se está tan cerca de ese sitio del que nadie puede hablar, se siente algo así como temor y pasión por lo efímero.

Ha pasado algo así como un año y recuerdo lo sorprendente que se muestra la complicidad practicada con tu propio cuerpo y con su intelecto cuando nos enfrentamos a lo impracticable de un novicio (¿cómo si no?) final. Pero le damos las gracias, sin embargo, a los creadores de la percepción por saber crear máquinas de sensibilidad y emociones que resurgen de lugares tan carismáticos como ciertos aseos o de las profundidades del mar de ciertas bañeras. También le llegas a dar las gracias a los elementos, al calor de tu cuerpo, al frío de los azulejos y al diseñador de estúpidas cortinas de baño... hasta al plástico que se empleó para que pudieran flotar los tapones de geles de baño. Al aire vaporoso que reseca lo que acaricia... al agua y a la transparencia que provoca la luz a su paso por su cromatismo añadido. Al goteo desde el techo contra tu piel... a lo pulido y a lo áspero.

Pero sobre todo le das las gracias a aquello que te hizo mantener tu punto de cordura. A aquello que te impidió colar ese cerrojito de la puerta del cuarto de baño justo antes de pensarlo, justo antes de meterte en una bañera a rebosar de agua tibia. Las gracias por no enhebrar ese típico pestillo conclave que llega a separar la vida de lo que no es vida con tan sólo un rápido gesto.

Las gracias a no querer perder de vista tu salvación en el mejor momento por muy odiosa que ésta te resultara.

viernes, 8 de febrero de 2008

Alegoría

Sé como te sientes, ¡ven anda!. Hace un tiempo que empezaste a perder por los lavabos de mis miedos las horquillas que sustentan casitas con jardines en el porche, y se te viene todo encima. Natural... Natural cómo tú. Si no puede ser...

Te diré... Verás, todo volverá a ser como antes, ¿vale? así que, tranquila, tranquila mujer... ¡Si todo pasa! ¿Es qué no has visto en la televisión que hasta las llamas más altas dejan de arrasar el pueblo cuando se interpone la mano del Hombre y el agua de La Tierra? Tranquila, no te me angusties, que estoy aquí... Que ya nada va a volver a separarte de mí. Que dudé del valor de tu palabra cómo un necio, pero no de mi aprecio a tu silencio. Cuando ni siquiera, por poco que supusiera, le dimos a lo nuestro ningún precio y nos tratamos... ¿cómo se dice? ¡Ah! ¡Sí! Con desprecio.

Pero vi el valor que vale dejarnos a las puertas del desamparo de cada cual sentados en ese frágil bordillo plomeado de cristal que vitrifica mi esperanza y no deja a uno vivir en la más merecida paz. Y viendo pasar fotogramas de escenas de romances apasionados en el proscenio de mi cama deshecha hasta fui capaz de ver, de lo transparente que era todo, la cruz de malta por un momento derecha.

Por eso me apoyaba en los soportales que hacen sombra en mi corazón y que aguantan tantos chubascos irregulares al día... Por eso tuve que esconderme en los ojos que me obligaste a mirar y a leer... Y por eso mismo, alguna vez, cuando tú pasabas con tu paraguas, sin ruido pero sin premura; ronroneando como los gatos tiñosos que se tiñen de amargura y me llamabas seseando con esa esbelta figura y andares sueltos de soltura... Por eso, cuando todo eso pasaba, ¿te acuerdas que me decías con tu linda voz repleta de ternura al verme chorreando en mi completa calaura?: "¿Es que no te has mojado ya bastante hoy, imbécil portento de transitoria locura?"

Tranquila... Te digo, que he vuelto para llevarte conmigo a esa casita, que te cuento desde hace un rato ya, de frío porche y de verde zaguán. Para decirte lo bien que allí estaremos, te lo prometo. Que sólo tenemos que arreglar algunos enchufes y pintar las marquesinas de las ventanas...¡Ah! ¡Y levantarnos tempranito por la mañana! Y a eso del fin del día recordarnos mútuamente que en los sitios donde estuvimos el aire pesaba quintales, costaba respirarlo y ni las cometas querían galopar en sus vendavales. Que todo lo que quería, todo lo que sólo podía mirar, empezaba por ti pero, para empezar, ni siquiera te tenía a mi lado. Y te necesitaba tanto para aprender tanto...

Pero ahora no. Ahora no quiero tu llanto.

No voy a volver a decírtelo. Sabes que no voy a volver a perderte, porque ya lo hice y casi me quedo sin ganas de nada. No voy a volver a echarte de menos porque no voy a quitarte los ojos de encima. Que voy a grabar el último garabato en mi diario vivir con tu nombre adornado de ribetes. Y voy a poner en cada relato la cinta roja del mimbrete junto a un marca-páginas, hecho con todo lo que arañó mi retina y no mi alma, en un sitio preferente. Para que sirva de guía en el camino oscuro que va desde mi efervescente presente hasta mi anhelado futuro.

A ti mi niña, a ti MI ILUSIÓN, te dedico este rato, aunque te deba un minuto de reloj parado en cada relato. Por ti me hago anciano en un mes de aliento dentro de un año de acierto en la vida deshecha de mi mano. Querida ILUSIÓN, te digo: quiéreme y dame las tuyas, no seas rencorosa, que he vuelto crecidito y bastante cabreado y no ando yo regalando mi tiempo que bastante he malgastado, ¿ok?

Querida ILUSIÓN, ya gira la televisión que vamos a ver que echan hoy por el mundo y pásame las palomitas. Y acurrucate anda...

jueves, 7 de febrero de 2008

La dispersión de las emociones (crítica a s/t)

Bajó la marea y, como decrépitas iglesias que aguardan agazapadas en pantanos, tu fuerza quedó al descubierto. A la izquierda, perplejo, Pierre-Luigi observa como zarandeas trazos de asfalto amargo, el sutil caos del fondo del mar. A su lado el dorado óxido de un viejo galeón español, glorioso en otro tiempo, nos recuerda que los tesoros no son más que los rescoldos de medievales conquistadores extinguidos.

Clichés rurales enmascaran el esfuerzo titánico que has realizado para llegar hasta la comisura de los labios. Pero no desentonan, la última capa oscura que diste aplaca el ímpetu y el ansia. En el centro todavía caben eclipses de sol, tranquilo, guardarán estoicamente a través de los años el reflejo de aquella primera luna, ya no habrá más. Zafándote finalmente de la resignación, comienzas a escalar perfectas ondulaciones esbozadas de interrogantes que quisiste dejar en la parte de atrás del lienzo.

Suntuosas y sinuosas curvas te delatan, te has sobrepuesto al cuadro, ahora estas disfrutando. Pero aprietas los dientes y tu pluma contra la desidia perforando conciencias para, una vez más, poner tu firma en el fragmento más puro. Buen trabajo, con la muleta en el pecho, das la espalda al destino tras la suerte suprema, este toro no necesita puntilla, ni una pincelada más. Pero ahora vámonos, que se hace tarde. Enjuaga los deseos, recoge los suspiros, cierra el caballete y tapa los recuerdos, que se van a secar.